—¡Oye mamá, mira como se ve el hermoso pino este año!

—Sí, hija, se ve precioso y frondoso. Puedo oler su aroma. Está recién cortado.

—¡Mamá, qué lástima que papá ya no esté entre nosotras! ¡A él también le hubiera gustado! ¿No crees?

—¡Claro! Tu padre era el primero en subirse a lo más alto del mismo, entrecruzado entre luces de colores.

—Sí, mamá. Ahora que está ausente, una de nosotras debe ocupar su lugar.

—¡No te preocupes! ¡Un momento! ¡Escuchas la música! Suave y armoniosa, llena de campanadas y voces susurrantes que anuncian un tiempo de paz y hermandad.

—Sí… Esa que tanto le gustaba a papá.

—¡No te pongas triste, hija! Él no querría eso en este tiempo. Recuerda cuanto le gustaba el espíritu navideño. Soñaba con este mágico momento.

—Pero, ¿por qué tuvo que voltear a vernos, y salirse de la rama? Fue horrible verlo estallar en mil pedazos. ¡Y lo peor… no pudimos hacer nada mientras colgábamos!

—Tranquila hija. No fue tu culpa, solo el destino y un poco de impericia del niño que lo puso allí.

—Allí viene con su padre. ¡Qué dicha tiene! Solo espero que esta vez se cerciore de colocarnos bien. No quiero pasar por eso otra vez, o caerme yo misma. ¡Ten cuidado, mami!

—¿Qué? —gritó su mamá.

En aquel instante, la madre se salió de la rama. El corazón de la hija se constriñó de tal manera, que pareció explotaría. Cerró los ojos, y esperó resignada el sonido hueco. Pero no llegó. El niño la había atrapado casi al ras del suelo: una hazaña producto de la destreza adquirida con el guante recibido bajo del árbol, la navidad pasada.

El niño, sonreía y miraba a su padre, mientras colocaba la bella esfera al lado de la pequeña.